lunes, 12 de septiembre de 2011

¿Más frío? Imposible. Con la ropa calada de agua y cerveza, a finales de septiembre, no puede sentirse más frío. Las risas ya no son suficiente para mantener el tipo y permanecer, valiente, en medio de la calle, en medio de la fiesta, tiritando. Así que la mejor opción es una huida silenciosa. ¿Hacia dónde? Hacia el río. Hacia el nacimiento de todo el agua que llevo encima.

Cerrar los ojos. Respirar. Abrirlos y mirar al suelo. Así nadie se da cuenta de mi marcha. Me deslizo en silencio y humedad entre la gente y voy, paso a paso, alejándome de la bulliciosa calleja. La tiritona no parece remitir, pero no encamino mi percha destemplada hacia casa, sino que sigo avanzando. Al rato, me encuentro a solas caminando sobre el polvo que enmarca las piedras y el agua, llegando a mi destino. 

Sólo se oye agua entre piedras. Sólo el olor del calor del día apresado en ellas, acompañado del de zarzas y escamas escondidas. El olor que más me calma. Sonrío y me acerco a la orilla de la charca. Es como estar en casa. En calma y sin más preocupación que no estampar algún dedo contra una roca que oscile al pisar. Río en voz baja ante la idea de correr sobre las piedras como un loco, pero la desecho. Prefiero terminar saciado de agua, y comienzo a desvestirme. Son sólo dos o tres prendas, que dejo medio escondidas entre las rocas cercanas a la chorrera. Con cuidado para no resbalar, meto un pie, luego el otro: no está tan fría, supone un alivio, así que me meto deprisa y disfruto del sorprendente contraste contra el frío de mi cuerpo.

Buceo, me deslizo sobre las piedras hundidas y conocidas. Emerjo, cojo aire y vuelvo al fondo. Nadie salvo yo está presente, es todo un lujo. Vuelvo a la superficie: la luz se está poniendo despacio, se filtra entre los chopos del camino y ese bendito silencio acogedor. Nado hasta la piedra que hay en medio del charco y allí me tumbo boca abajo, sin cuidado, con la mitad del cuerpo hundida. La luz ha seguido poniéndose y las siluetas destacan sobre los colores apagados. Recobro lentamente el movimiento: me deslizo y hundo perezosamente cuando, por sorpresa, veo aparecer una figura conocida. Siento vergüenza, excitación, miedo... Me escondo protegido por la piedra.

Observo: repite prácticamente todos mis pasos, con la prudencia extremada para evitar ojos indeseados. Sorprendido, observo el mismo disfrute que he vivido yo en su cuerpo desnudo contra el agua. Recorre el charco, lo conoce, lo disfruta. Y es cuando mi pánico aumenta al ver que se dirige hacia mi escondite, algo predecible, sabiendo que ésta es su casa de agua tanto como es la mía.

Pero no hay forma: encontronazo. Los ojos de ambos como platos y un momento de pasmo. ¿Dónde me meto? ¿dónde me meto? ¿qué hago? ¿dónde miro? Sé lo que quiero mirar, pero ¿dónde miro? Y de repente, se empieza a reír. Todo queda en suspenso: ¡se ríe! Mi cabeza se va recolocando, y empiezo a reír yo también. Como dos críos, nos damos cuenta de lo sencillo de la situación, de lo común que tenemos en la búsqueda del agua. Supone un alivio, y vuelvo a relajarme. Ahora, como quien no quiere la cosa, estoy como pez en el agua. Sin ser el único. 




Salpicar como el inicio de un juego. Nadar. Coger del pie y arrastrar. Más risas. Hundir en el agua apoyándose sobre los hombros del otro. Deslizarse de nuevo, coger aire. Perder la inocencia en el movimiento. Girar. Sentir la cercanía, el calor de otro cuerpo en el frío del agua. Todo eso en tan poco tiempo. De repente, tenía su pecho contra el mío, tenía apresado su cuerpo por la cintura, mi mano podía viajar por su cadera: la abarcaba. Y la sorpresa de ese viaje hacía que mi boca se abriera sin querer. La suya no encontró dudas y buscó con la lengua cómo generar un escalofrío que me daba permiso para poder beber. Agua en el agua. Con imprudencia inesperada. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario